El prodigio de Neymar no es irse, es volver. Irse de los defensas y volver a ellos. Hemos conocido a otros regateadores extraordinarios, verdaderos artistas de la fuga. Pero no regresaban, al menos en la misma jugada. Se marchaban con el botín camino de Zihuatanejo. Neymar saluda dos veces o tres. Y le pegan, claro que le pegan. El siguiente asombro es que no le intimidan los pegones. Desde niño sabe que duele más un caño que una patada. Y vuelve. Supongo que es la diferencia entre escapar y burlar. Entre sentirse gato o ratón, toro o torero.

Neymar no es el mejor futbolista del mundo por la sencilla razón de que existe Messi. Y juraría que esto no lo discute ni el propio Neymar. Ni creo que le incomode. Messi es un funcionario de la excelencia y su genialidad es estajanovista, lo que le obliga a lo máximo en cada oportunidad. Recuperamos aquí otra diferencia esencial: la que se establece entre el marido y el amante. El marido debe rellenar el día a día con juguetes gastados y el amante estrena chistes una noche de cada diez o veinte. Más fácil ser ingenioso, vigoroso y perspicaz.

A Neymar le agrada ese papel de segundo o tercer fantástico, de amante bandido, de George Harrison, de Robin con Batman. Tener buena sombra presenta enormes ventajas en los días de más sol y no plantea prácticamente ningún inconveniente, salvo que tengas prisa y te guste el oro en forma de balones (Messi ya tenía cuatro a los 25). La prisa es lo que falta por descifrar.

A tenor de sus últimos partidos, Neymar ha pisado el acelerador.

Contra Uruguay batió el récord mundial de altura con vaselina (palanca, globo o emboquillada) y lo hizo con un toque que vale por una licenciatura en bellas artes o por un premio internacional de podología. Frente a Paraguay marcó un gol soberbio porque lo arrancó a 70 metros de la portería, todavía más lejos que Maradona contra Inglaterra o Messi contra el Getafe. Lástima que la rodilla de un paraguayo desviara el chut y manchara el cuadro. Un pequeño detalle que, según habrán comprobado, no ha rebajado el entusiasmo general.

Firmada su primera obra de arte, el diario Sport publicó que el Manchester United preparaba una oferta de 200 millones por Neymar. Días antes, el futbolista había reconocido que le gustaría jugar en la Premier. No hizo falta nada más para ponerle en el primer plano del escaparate, donde ha permanecido por méritos propios durante el paréntesis de las selecciones. Con Messi en prisión y Suárez lesionado, sólo Cristiano ha levantado el brazo para hacerse notar.

No parece probable que Neymar piense en cambiar de aires: el pasado octubre amplió su contrato hasta 2021 y firmó una cláusula de rescisión ascendente, de 200 a 250 millones. No obstante, antes de darlo por sentado, deberíamos recordar que el niño prodigio del Santos tuvo contrato por el Real Madrid (a falta de firma) cuando tenía trece años y hasta viajó a España para conocer la que sería su casa. No conviene olvidar que en 2001 llegó a pasar reconocimiento médico en Sao Paulo con doctores madridistas. Estaba hecho, pero de nuevo faltó la rúbrica. Admitido que Neymar es un soltero futbolístico y un jugador que siempre vuelve, el consejo es estar vigilantes.

No son tantos 200 millones si Mbappé vale la mitad. No son tantos si pensamos lo que le costó al Barcelona: 180 millones según las últimas estimaciones más la cabeza del presidente Rosell. No son tantos, y diría que serán muy pocos, cuando se vaya apagando la luz de Messi, Cristiano o Luis Suárez. El dinero es un concepto relativo: si eres rico es una colección de cromos, pero si el estado brasileño te embarga tus bienes por valor de 50 millones vuelve a tomar aspecto verdoso.

Si Neymar tiene paciencia, el tiempo correrá a su favor y será el amo en tres años. El problema (delicioso) vendrá si le ataca la prisa. En ese caso temblarán los cimientos de lo conocido: tronos, cláusulas y vaselinas. Llega un momento en que hay que casarse. Con la chica o con la historia.