Feliz Liga, pero la gloria está en Cardiff

La afición del Madrid desplazada a La Rosaleda.
La afición del Madrid desplazada a La Rosaleda.
EFE
La afición del Madrid desplazada a La Rosaleda.

Siempre he percibido como un contrasentido querer construir un equipo extraordinario para exigirle después algo tan ordinario como la regularidad. A partir de aquí, me ha costado entender el permanente reproche al actual Real Madrid por su desinterés por la Liga. O, en sentido contrario, y por citar un caso paralelo, el permanente elogio al Bayern por su constancia en el campeonato alemán. Puesto a juzgar actitudes, me parecía más comprensible, incluso admirable, la ensoñación madridista que la puntualidad alemana.

Si el Real Madrid ha ganado la Liga después de cinco años (sexto título en los últimos 17) no es porque haya corregido el rumbo, sino porque lo ha mantenido. El éxito que hoy se celebra culmina un lento proceso de maduración que ha llevado, en primer lugar, a dominar la Copa de Europa. Concentrados los esfuerzos y los millones en la tarea de volar, el campeonato de Liga era un desafío que sólo podía plantearse a continuación.

La importancia de este alirón es que en su composición química no hay trazas de decepción o consuelo. Seamos claros: para el madridismo, y después de 33 títulos, la Liga es un trofeo que ofrece paz, pero que no proporciona felicidad, ni sacia el hambre. Lo relevante, esta vez, es que el triunfo se conecta con la final de Cardiff y con la posibilidad de un doblete no visto en 59 años. A diferencia de lo que ocurrió con el último campeonato ganado (el de Mourinho), en esta ocasión no hay impostura en el festejo ni exageración institucional. Ahora la gloria es cierta y no recae sobre el 33, que no deja de ser un doble dígito imponente, sino sobre el 33+12.

Que Zidane sea el entrenador que enfile el doblete está lejos de ser una coincidencia. Los experimentos autoritarios de los últimos años se han saldado con decepciones de diferente tipo. Tal y como demostraron antes Del Bosque y Ancelotti, el Real Madrid no necesita sargentos de West Point, sino tranquilos domadores de egos. Tampoco pueden ser casualidad los 32 años de Cristiano. Por la edad o por la experiencia, su papel se ha restringido a la finalización, de modo que los pesos se han repartido más sensatamente. El barco ya no se inclina por donde pasea Cristiano. Superada la obsesión por los delanteros y los mediapuntas, el centro del campo señala la diferencia.

La música no cambió contra el Málaga, tan feroz como el Celta y tan orgulloso como debe serlo cualquier equipo que se siente observado. Cristiano marcó al minuto y medio, y el Madrid, entrenado en los volcanes de Europa, se manejó con absoluta ausencia de miedo o precipitación, lo que indica que en las horas previas no le rondó un mal pensamiento.

El Barça sí los tuvo. Saltó al campo sin fe y los dioses del fútbol (en compañía de Mendilibar) castigaron la arrogancia de quienes dieron ese partido por ganado. A falta de una hora para la conclusión de los combates que decidían el título, el Real Madrid ya era campeón virtual y virtuoso: la remontada del Barcelona era poco más que una anécdota.

Sobre el macabro sentido del humor del guionista que escribe estas historias ya está casi todo dicho. El día que el Real Madrid se proclamó campeón de Liga, el Atlético dijo adiós para siempre al Vicente Calderón. Lo hizo como quien se despide de un abuelo después de un verano que se sabe el último. Con el mismo abrazo. No se me ocurre un homenaje más emotivo, ni más sentido, ni que honre tanto a una afición. El caso es que las lágrimas se mezclaron con los goles de Fernando Torres, con la aclamación al Cholo y con los besos al viejo cemento. Quien se llevó el asiento a su casa lo hace en justa correspondencia porque se dejó el corazón allí.

Al final, la jornada hizo coincidir al especialista en finales felices y al experto en finales dramáticos. No creo que los sentimientos que provocan ambos clubes sean tan distintos y estoy convencido de que son igualmente profundos. Existe un poso de felicidad en la nostalgia y hay un fondo de nostalgia en la felicidad. Cada uno explora las sensaciones que prefiere. O, mejor dicho, las que puede.

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