El Gordo de Navidad cae en una residencia de ancianos: "¿A los abuelos les damos champán?"

Varios ancianos celebran el Gordo de Navidad en la residencia de ancianos Peñuelas de Madrid.
Varios ancianos celebran el Gordo de Navidad en la residencia de ancianos Peñuelas de Madrid.
AMAYA LARRAÑETA
Varios ancianos celebran el Gordo de Navidad en la residencia de ancianos Peñuelas de Madrid.

En medio de un gran bullicio de abrazos en cadena, ojos en lágrimas y vasos de plástico llenándose de un cava de a ocho euros la botella, el recepcionista de la residencia de ancianos Las Peñuelas, en el barrio de Acacias (Madrid), sale del mostrador en busca de una de las responsables, de Beatriz, que baila y bota en la recepción, agarrada a otra trabajadora. Las para y les grita: "Pero, ¿a los abuelos les damos champán?".

El 66.513, el Gordo de la lotería de Navidad de 2016, se vendió íntegramente en la administración del paseo de la Esperanza número 4, a 350 metros de esta residencia de la Comunidad de Madrid donde han caído de golpe decenas de millones de euros. "El 90% de los residentes, unos 220, y de los trabajadores, 180" habían adquirido al menos un décimo del número al que el centro llevaba 14 años abonado.

La culpable de todo este jolgorio que se vive a mediodía en la residencia se llama Rosi Esteban. La animadora sociocultural del centro es la que eligió el número. "Lo elegí acabado en 13, porque me gusta y porque mi padre nació ese día", cuenta emocionada.

Un señor muy mayor y cano sonríe sin parar y enseña a todo el que se cruza con él un boleto agraciado. No le hace falta hablar para mostrar lo ufano que se siente al tener 400.000 euros entre sus añosas manos. Pero es que, además, es sordo y no habla.

Las trabajadoras de la residencia, a las que delata el uniforme blanco o verde, se abrazan y hablan de sus proyectos más inmediatos. Fulanita "se podrá comprar el apartamento", "yo un coche", "a mi me vendrá bien, que estoy embarazada".

Rosario, de 93 años y en silla de ruedas, las mira desde ahí abajo. Ella compró más: "Para mis sobrinos, que son como mis hijos, y uno para mí", asegura. Dice que se siente "feliz por la alegría que se va a llevar la familia, pero triste porque no está aquí mi marido, Pablo, que se murió hace seis años". Esas penas no las quitan los euros.

La animadora Rosi Esteban es reclamada en todos los corrillos. Le alaban su buen gusto a la hora de elegir el número jugado. Esteban se deja abrazar y cree que se merecen el máximo premio: "Las navidades en un sitio como éste son muy duras, porque son fiestas muy familiares. Por eso estoy tan contenta, es un sitio en donde no suele haber celebraciones", dice Esteban.

Dos hombres de abrigo oscuro entran preguntando por los responsables de la residencia. Se presentan como enviados de una entidad bancaria.

Y detrás llegan las primeras cámaras de televisión... Más abrazos, brindis y cánticos del número, imitando el soniquete de los niños de San Ildefonso: "Sesenta y seis mil quinientos trece, cuatro milloooones de euuros", cantan al unísono residentes y trabajadores.

Ni Elena, ni Ángel, ni Jesús, responsables de la ruta de los ancianos del centro de día, piensan en dejar el trabajo. Para Elena las cuatro horas que dedica a la residencia son de lo mejor del día. Le suena el móvil y grita: "Veis, veis, os he dado suerte, sí, sí, sí". Jesús y Ángel hablan de cómo invertirán las ganancias y no se sienten millonarios. Uno propone comprar pisos y ponerlos en alquiler. "Dos pisos a 150.000 euros y con el resto, 20.000, me quito hipoteca". "Pues yo pago el coche, que tiene dos años, todo entero hoy mismo", contesta el otro.

Es justo la hora del almuerzo, pero solo cuatro abuelos se han sentado en un comedor con aforo para cien. Tal vez sean esos residentes que no compraron lotería este año, que los hay, aunque son la excepción. Las trabajadoras aseguran que las personas mayores se gastan mucho dinero en busca de la suerte. Una empleada, Cristina, admite que en la vorágine del día se ha cruzado con un compañero y con un anciano que no habían comprado el Gordo. "Hombre, lamentan no llevar nada, pero nos repiten que se alegran mucho por todos".

Y luego están los residentes para los que el día de hoy pasará sin pena ni gloria, como el padre de una mujer que sale llorando de la residencia. "Sí me ha tocado, pero tengo otros motivos para llorar. Mi padre tiene demencia y lleva ocho meses aquí. Hoy no se ha enterado de nada".

En la acera de enfrente de la residencia, a escasos metros de la administración de lotería afortunada, al sol del invierno madrileño, charlan seis ancianos, vecinos de este barrio del sur de la capital. A ellos, como a la mayoría, no les ha tocado ni un euro. Quizás por eso miran con cierta pelusa hacia el otro lado de la calle.

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