Pedirles a los muertos de los atentados de Cataluña de hace unos días que consigan lo que no han conseguido varios años de política (o mejor dicho: varios años de no política) es pedirles demasiado. Bastante tienen en cada una de las familias con lidiar con el luto y el dolor de perder a un ser querido como para ser además los responsables del acercamiento de posturas entre dos administraciones que viven de espaldas. Poder ver juntos estos días al presidente del Gobierno y al president de la Generalitat reconforta: debería ser más habitual y de ahí que nos resulte exótico. Pero no nos engañemos; verse, saludarse o reunirse es lo que tienen que hacer Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. Solo faltaba que se evitaran en momentos como estos, en los que incluso administraciones tan opuestas como estas tienen la obligación de estar a la altura de sus administrados y demostrar -o al menos fingir- cierta sensación de unidad.
El 1 de octubre es una cosa y lo ocurrido desgraciadamente el 17 de agosto es otra bien distinta. No tienen nada que ver y el que intente relacionarlos se equivoca. Aquel que intente sacar rédito político del dolor de los atentados, de la gestión política y policial, o simplemente obtener ventaja de una situación en la que la sensibilidad está tan a flor de piel está haciendo todo lo contrario a lo que dicta el sentido común, pero también todo lo contrario a lo que pueda incluir cualquier manual de estrategia política: la sociedad sabrá reconocerlo y castigará al que lo intente.
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