CÉSAR JAVIER PALACIOS. PERIODISTA EXPERTO EN MEDIO AMBIENTE
OPINIÓN

El futuro de los pueblos está en los veraneantes

César Javier Palacios, colaborador del 20minutos.
César Javier Palacios, colaborador del 20minutos.
JORGE PARÍS
César Javier Palacios, colaborador del 20minutos.

En España han desaparecido en el último siglo más de 3.000 pueblos y 4.995 de sus 8.125 municipios tienen menos de 500 vecinos. De ellos, el 32% apenas llegan a los 100 habitantes. En la Laponia española las densidades son inferiores a los 8 habitantes por kilómetro cuadrado de la desolada región polar. La España vacía se queda sin tejido social ni servicios básicos, sin colegios ni hospitales, sin supermercados ni bares, sin transporte público,… pero no se muere. Al menos en verano resucita.

Hace ahora 50 años, la abuela Emilia aguantaba las lágrimas mientras cerraba la puerta de su casa en Huidobro (Burgos) camino de Bilbao. Ella y su marido eran los últimos habitantes que quedaban en el pueblo, frente a los más de cien censados apenas unas décadas antes. En enero se les había muerto la yegua dentro de la cuadra, en medio de una terrible tormenta de nieve que los dejó incomunicados durante varios días. Ya era fatalidad. Convivieron con el cadáver, cada vez más hinchado y maloliente, hasta que los caminos se despejaron y pudieron pedir ayuda a los primos de Nocedo. Solo así lograron sacar trabajosamente el pesado cuerpo y arrastrarlo hasta el muladar. En unas pocas horas, el inmenso corpachón del percherón fue devorado por buitres y lobos. Esa imagen asustó a Emilia. Si ella o su marido enfermaban, o los dos lo hacían al tiempo, ¿quién vendría a socorrerles? No quiso ser la siguiente y se fue sin mirar atrás, sabiendo que nunca más volvería a ver la Peña Lugero, ni a buscar el tesoro escondido en el dolmen del Moreco, los cobres de la Mina Borrego, a recoger fresas y oves en el viejo hayedo; tampoco a renegar por los caminos del duro páramo donde con tanto esfuerzo excavaban robustas patatas, ni a beber en la fuente o rezar en la preciosa iglesia románica de san Clemente.

Desde entonces, me aseguró, todas las noches hasta el último día de su vida soñó con el pueblo. ¿Y con qué sueñas abuela?, le preguntaba yo asombrado. “Pues con qué voy a soñar”, respondía extrañada. Soñaba con el trabajo, con los bueyes y el arado, con la cocina, los cerdos, el caballo y las gallinas, las partidas de cartas con los amigos muertos, los bailes con los jóvenes eternamente jóvenes de sus sueños. Nunca soñó con Bilbao, donde vivió las tres cuartas partes de su existencia. Decía que allí no había nada con lo que soñar.

Hoy Huidobro ya no está abandonado, pero más le valdría. Una familia lo ha transformado en granja de vacas, venerable iglesia incluida que ha pasado a convertirse en almacén. Todos los veranos vamos allí al menos una tarde, a pesar de los perros sueltos y las alambradas, sabedores de que el espíritu y los sueños laboriosos de Emilia siguen enraizados en algún lugar de ese paisaje definitivamente perdido. Y lloramos.

Más alegría siento cuando voy a Peroblasco, en La Rioja, apenas 40 casas enriscadas en un promontorio de la margen derecha del río Cidacos. En 1970 se fue el último vecino y en 1981, casi como un milagro, apareció el primero. Ahora son más de 20. Llegaron allí para construir una historia en común, un sueño que cada verano se tiñe de humos multicolores con los que reivindican que el pueblo está vivo y tiene necesidades como cualquier otro.

“Son veraneantes”, les tachan algunos, como si algo así fuera malo, como si para querer un pueblo sea necesario estar recluido en él los 365 días del año. Todo lo contrario. Gracias a los vecinos estacionales, miles de pequeños pueblos españoles aparentemente desahuciados recuperan durante el verano su pulso aletargado, las risas de los niños, la música y el baile, las bicicletas y los amores fugaces. Los más ancianos vuelven de la residencia donde han pasado los fríos y se reencuentran allí con los nietos y con un nuevo vecindario que no para de organizar fiestas, comidas campestres, concursos, conciertos, carreras y toda clase de divinas excentricidades.

El milagro es obra y gracia de estos veraneantes, entusiastas familias que han decidido restaurar preciosas casas en pueblos moribundos y darles una segunda oportunidad. A ellos se unen otros que definitivamente se han instalado en ellos aprovechando las ventajas del teletrabajo, la tranquilidad de los pueblos y sus bajos alquileres. Dirán algunos que eso no es vida rural pero se equivocan. La vida rural ya no existe, pues todos vivimos ahora en un mundo global e interconectado donde al final, estemos donde estemos, acabaremos acudiendo a los mismos y urbanos lugares, aunque solo sea para hacer acopio de comida, ropa, materiales y ocio.

Las viejas casonas familiares vuelven a estar habitadas en verano. Eso es lo más importante. Cuidadas y restauradas con mimo como nunca antes lo estuvieron. Son días de pueblo y de veraneantes, benditos veraneantes. Sed bienvenidos.

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