DANIEL DÍAZ. ESCRITOR
OPINIÓN

El yayo de Pablete

Daniel Díaz.
Daniel Díaz.
JORGE PARÍS
Daniel Díaz.

Puedo contar por miles los pares de ojos que alguna vez se vieron reflejados en el espejo retrovisor de mi taxi. Si hiciéramos un collage cronológico, pongamos, desde hace diez años a esta parte, los ojos han ido tornándose hacia abajo, de la mirada horizontal de antaño a la caída en picado hacia el teléfono móvil. Ya no hay calle digna de mirar por parte del usuario (solo alzan la vista del móvil si pasa algo; algún accidente o un ruido inesperado), ni charlas capaces de suplir al grupo de Whatsapp, al Twitter o al Facebook de marras.

Ya no hay diálogos casuales como aquellos que empezaban por el clima y terminaban, qué sé yo, debatiendo de política, o confesando cuernos, o vicios ocultos, o dudas al calor de un taxímetro que a veces parecía la minuta de un diván. Mi única dosis de charla asegurada se reduce ahora a jóvenes que agotaron su tarifa de datos, o a usuarios solitarios de setenta años o más. Los abuelos, de hecho, son los únicos que siguen resistiéndose al hipnótico poder del móvil; los únicos dispuestos a hablar por hablar, aunque no sea más que por matar el silencio, o por sacarle provecho a eso del transporte personalizado. Y yo, claro está, me aferro a sus batallitas y a esa sabiduría calma que solo da la experiencia.

Pero me asombran mis mayores no solo por lo que dicen, sino, a veces, también por impactos visuales como el que vengo a contaros. Sucedió hace unos días, en pleno centro de Madrid, cuando un niño de unos seis o siete años subió en mi taxi de la mano de su abuelo. Tomaron asiento, el abuelo me indicó su destino y accioné el taxímetro: todo normal. Pero la imagen subsiguiente me dejó de piedra. Al alzar la vista hacia el espejo vi que el hombre, de al menos 80 años, lucía una enorme mariposa dibujada a lo largo y ancho de su rostro, con dos antenas de purpurina surcando su arrugada frente y unas alas con pintitas rojas y amarillas cubriéndole el resto de la cara, desde las cejas hasta el mentón.

El niño, sin embargo, no iba pintado en absoluto, aunque podía intuirse cierto gesto de satisfacción en el volátil arqueo de sus cejas. Lejos de sentir vergüenza por aquella exagerada pintura infantil en el rostro de su abuelo, parecía henchido de orgullo. De hecho, siguieron cogidos de la mano, y a cada rato cruzaban sus miradas sonriéndose en silencio.

No hicieron falta palabras para entender el contexto. Supuse que aquel abuelo y su nieto habrían decidido pasar la mañana juntos. Y que en una de tantas superficies comerciales, encontraron la típica feria itinerante para niños con los típicos animadores pintando caras. El abuelo le diría al niño si quería pintarse la cara. El niño se encogería de hombros y acabarían guardando cola detrás de otros niños. Luego llegó su turno, y al niño de repente le sobrevino cierta sensación de miedo (ese miedo irracional que a veces sienten los niños). Y en el último momento, su abuelo decidió prestar su cara con la sola intención de aleccionarle; para darle a entender que no había nada que temer. El abuelo se dejó pintar ante el asombro de los presentes, lo cual ni siquiera sirvió para convencer al niño, aunque sí para entender lo que su abuelo era capaz de hacer por él.

Como digo, me impactó aquella imagen aunque en el fondo no me sorprendiera demasiado. ¿Qué no haría un abuelo por su nieto? ¿Qué sería de nosotros, padres, madres, sin su ayuda? ¿Cómo conciliar trabajo, casa, compras, atascos, colegio y deberes sin su ayuda? Abuelos que, a la postre, ya no están para estos trotes. Abuelos con lumbalgias, cataratas, huesos frágiles, o el simple peso del paso de los años enquistado en su espalda, que sin embargo sacan fuerzas de no se sabe dónde para estar y jugar con ellos.

Qué menos, por tanto, que rendirles homenajes como este. Una simple columna que ojalá caiga en manos de ese abuelo y la lea aún con restos de pintura roja y amarilla y purpurina en su rostro.

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