JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

Ahora es cuando el gentío apesta más

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Creo, con otros, que estamos al borde de la extinción de la raza humana por nuestra falta de autocontrol y moderación. La glotonería, la incapacidad de detenernos a tiempo, el hambre ilimitada de cargas emocionales y la ciega creencia de que nada es imposible se expanden con especial virulencia en verano, cuando adoptamos la condición de turistas, horda invasiva que se comporta con derecho a casi todo. El 'boom' del turismo de masas —el diez por ciento del PIB mundial—, desvirtuación de la ya fallecida idea humanista del viaje como ruta de crecimiento y no de kilometraje, ha convertido el supuesto conocimiento por desplazamiento en otro negocio, éste en manos de empresarios cómplices en el delito apuntado con bastante adelanto por Nietzsche: “Donde el gentío rinde culto es probable que apeste”.

No vislumbro mayor goce que estar fuera de la parranda veraniega: no entrar en los museos, no pisar los parques naturales, no visitar los templos de la historia, no atisbar marcos incomparables, no moverme en fila india, no atender el discurso de los profesionales del guiaje —“dado que no sabes qué ver, ven de mi mano tras tarifar lo convenido”, es el mensaje tácito—. Mantengo en toda época, pero con más virulencia en verano, que sólo quien se queda al margen conserva la capacidad de comprender. Encerrado, sin ganas de ver otro Monet igual a todos los Monet, sin propensión a probar cervezas artesanas, sin interés en lugares donde vivan más de, digamos, 10.000 habitantes, deseo ser el resultado de mis horas perdidas, el nómada que se entretiene en la contemplación de un desierto interior. En verano estoy más vacío, más en profunda complicidad conmigo mismo.

Como casi todos ustedes, también yo planeo ir de vacaciones. En oposición a lo que dicta mi conciencia, seré un turista más al que darán cuerda Dios y el Diablo. Entorpeceré la vida de algunos lugares y dejaré algo de mis limitados ahorros en comida, alojamiento y traslado. No podré evitar la sensación culpable de ser un invasor. Aunque a la ya inmortal pintada en el barrio gótico de Barcelona All tourists are bastards (todos los turistas son unos cabrones) le aplicamos la excepción de que los turistas seamos nosotros, la condición sigue apestando y, además, nos coloca a muy baja altura moral. Nos movemos como inocentes de implicación con la maldad intrínseca del turismo de masas.

Nosotros, los privilegiados, consideramos que merecemos deambular, que podemos ejercer el libre albedrío de la errancia del turismo —algunos pedantes lo camuflan bajo el distinguido término flâneur, que queda muy bien en los currículos para ayudante de cátedra—. Podemos elegir entre el bien y el mal cuando turísticamente hablando todo es una mala cosa, una agresión ecológica criminal. Como apuntaba Anthony Burgess, a los elegidos se nos permite ser “hermosos organismos con color y zumo” cuando de hecho no somos más que un “juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda”.

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