JOSÉ ÁNGEL GONZÁLEZ. ESCRITOR
OPINIÓN

Teleseries 'Mein Führer'

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Era la televisión, según nos enseñaron y creímos, un indiscutible enemigo, altavoz propagandista del comercio planetario, la explotación humana y la dominación ideológica... Y en eso llegaron las teleseries. Regresaron los aplausos, retrocedimos para volver a la pista de circo, al espectáculo solo interrumpido por la publicidad y dejamos que nos amansasen aún más. Algo ha pasado sin darnos cuenta: la pantalla catódica era instrumento de ataque a los comunes y ahora se ha convertido en popular. Es conversación, guiño, abecedario simbólico y contenido para llenar los vacíos en las conversaciones de mesa, cama, transporte colectivo, puesto de trabajo y otros escenarios de alienación. La televisión, otra vez como Mein Führer.

Diez millones de estadounidenses secundaron la macroquedada para ver el último capítulo de Breaking Bad, la teleserie emitida por humildes cadenas de cable, pero de pago para los espectadores, que dejó en evidencia la falta de visión prospectiva de las emisoras-dinosaurio. En España, como ha apuntado algún sagaz comentarista social, 40 millones de entrenadores potenciales de fútbol están ya pluriempleados: ahora son también directores-guionistas-desarrolladores y críticos a la última de seriales. Sabemos más de teleseries que de cualquier género o escuela de la historia del cine —¿quién se atreve?: cite usted, ya mismo y sin googlear, diez películas de alta calidad realizadas antes de 1950—.

Conocemos e indagamos en los pliegues del nada nuevo formato televisivo, solo insólito porque se dicen palabrotas en los diálogos y se muestran escenas de sexo más o menos explícito, porque ha sido diseñado con los estudios de mercadotecnia y la tecnología necesarios para desatar una histeria colectiva por las teleseries como producto pop de consumo fácil.

Además de un muy próspero negocio y un revitalizador de héroes y outsiders —bastante fraudulentos: me gustaría saber qué pasaría en España si dibujasen a la exetarra Idoia López Riaño con los mismos trazos naturalistas y tramposos usados para hacer de Pablo Escobar un señor de berraca simpatía y muchos sicarios humildes y crueles—, las teleseries se reproducen al gusto del espectador, convencido de ser un director de programación diseñando su propia parrilla de horarios y callando que la posibilidad ya existía con el P2P y el intercambio alegal de archivos. Por lo demás, las tramas se modifican sobre la marcha según la opinión pública y aplicando el viejo patrón de la industria del entretenimiento, dales lo que desean recibir, que explica la suspensión de teleseries que combinaban riesgo y arte —Vinyl, con Martin Scorsese detrás, es un ejemplo—.

En el amplísimo mercado industrial de las teleseries, todas hijas de la baja cultura, hay productos extraordinarios (The Wire, True Detective, Big Little Lies, Happy Valley, Top of the Lake...), pero se venden con engaño en el mismo saco que la basura industrial y se sobredimensionan con técnicas de spot publicitario y realización de clip musical (El cuento de la criada, Lost, House of Cards, Juego de tronos...). Nunca se habían ofrecido tantas píldoras sedantes.

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