JOSÉ MOISÉS MARTÍN CARRETERO. ECONOMISTA
OPINIÓN

Cómo destruir una economía

José Moisés Martín Carretero, colaborador de 20minutos.
José Moisés Martín Carretero, colaborador de 20minutos.
JORGE PARÍS
José Moisés Martín Carretero, colaborador de 20minutos.

Da la sensación de que muchos gobernantes no conocen el cuento de la gallina de los huevos de oro. La historia es sencilla: érase una vez una gallina que tenía el don de producir huevos de oro cada cierto tiempo. Los dueños, ávidos de tener, cuanto antes mejor, una mayor cantidad del preciado metal, convinieron en sacrificarla, esperando que en su interior se encontrase una veta de valor incalculable. Así lo hicieron, descubriendo para su desgracia que la gallina tenía cuerpo de gallina y ni un solo gramo de oro fue encontrado en su interior. Fin de la historia.

De la misma manera, en determinadas circunstancias históricas los líderes políticos o empresariales deciden matar a la gallina, esperando hacerse con un botín lo suficientemente valioso como para justificar el sacrificio. Así, acometen acciones que, a la espera de un supuesto bien mayor, terminan por destruir una economía y con ella una sociedad. Veamos cómo hacerlo.

Para destruir una economía, lo primero que hay que hacer es atacar uno de sus bienes más preciados: la seguridad jurídica. Con esto suele ser suficiente para poner el entramado empresarial en situación de salida. Promulgar leyes retroactivas o normas poco claras e ineficientes, promover la supeditación del sector económico a los intereses políticos, o erosionar el Estado de derecho suelen ser las maneras más efectivas de generar esa sensación. A las primeras muestras de inseguridad jurídica, las decisiones de inversión empiezan a alterarse o a postergarse indefinidamente.

Seguidamente, el mal gobernante puede promover la descomposición institucional: generar administraciones que no cumplen su función, olvidarse de las políticas públicas para promover fines espurios, erosionar su imparcialidad y la igualdad de todos los ciudadanos ante las mismas, justificar la corrupción. Si las instituciones son disfuncionales, es bastante probable que las políticas públicas terminen por serlo. Para evitar protestas, eliminemos el debate y sustituyámoslo por la fe. El resultado será un contexto poco propicio al desarrollo económico y social.

El tercer capítulo de este plan se centrará en la destrucción de la diversidad social: acometer medidas de homogeneización y normalización, de persecución de quien piensa diferente, de limitación de la movilidad y la cohesión social. Nada más destructivo para una economía que una sociedad enemiga de la complejidad y la diversidad, porque sin ellas, la innovación y la creatividad languidecen. El summum es la promoción de bandos, los buenos y los malos, donde los buenos somos nosotros y los malos los demás. Nada más mortífero para el crecimiento económico que una sociedad polarizada.

Avanzando algo más, conviene cortar los lazos con el exterior: establecer barreras a la libre circulación de bienes, personas e ideas, usualmente en virtud de la soberanía nacional: controlar quién entra y quién sale, reducir el acceso a los mercados en los que operan nuestras empresas, dificultar el comercio y las inversiones para favorecer a los nuestros. La historia del proteccionismo nos avala: los resultados a largo plazo son siempre negativos.

Por su todo esto fuera insuficiente porque nuestra economía es demasiado robusta como para caer, ataquemos su capital reputacional. Erosionemos nuestra imagen de marca, promovamos el escándalo internacional con noticias falsas o hechos alternativos sobre nuestros enemigos internos o externos. A largo plazo, el valor añadido que suponen nuestros intangibles se evaporará.

Con estos sencillos pasos, aplicados de manera sistemática, no hay economía que aguante. Las empresas y el talento se irán o no querrán venir, nuestro mercado se reducirá y nuestra capacidad de innovación se evaporará. Tendremos un solar en el que plantar nuestra bandera. Íbamos para país nórdico pero nos hemos convertido en una república bananera. Nuestra, eso sí.

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