ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

El hijo español de Laocoonte

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

La catedral de Segovia tiene un esplendoroso conjunto de vidrieras renacentistas —recién restauradas— que son uno de los tesoros del arte español. Uno de los ventanales me ha llamado siempre la atención. El motivo central es la crucifixión de Cristo, pero en un panel lateral hay una escena muy curiosa: aparece una cruz en cuyo travesaño está enroscada una serpiente. Al pie, dos jóvenes se retuercen por el suelo, uno de ellos desnudo, oprimidos ambos por otra serpiente que los vence. Alrededor de los muchachos hay una multitud que asiste indiferente a su suplicio y mira hacia lo alto. De niño me perturbaba mucho esta composición que yo no sabía interpretar.

Se trata de un pasaje del Antiguo Testamento: Yahvé quiere castigar a los judíos (cuya fe había flaqueado a causa de las penalidades padecidas durante el éxodo hacia la Tierra Prometida) y les envía una plaga de serpientes, pero la intercesión de Moisés le aplaca y les concede que sanen de sus picaduras si miran a una serpiente de bronce colocada en lo alto de un estandarte (representado en Segovia con una cruz para reforzar el paralelismo de este episodio con la redención de Jesús).

Cualquier aficionado al arte reconoce en esta escena catedralicia un eco pagano: el del famoso grupo escultórico Laocoonte y sus hijos de los Museos Vaticanos. Esta obra ilustra un episodio de la guerra de Troya: la muerte del sacerdote Laocoonte y sus dos hijos, atacados por unas feroces serpientes marinas enviadas por Atenea como castigo por haber intentado evitar que el caballo de madera entrara en la ciudad. Virgilio lo contó con palabras conmovedoras en la Eneida.

El Laocoonte escultórico se daba por desaparecido y solo se conocía por testimonios literarios, gracias a una descripción de Plinio el Viejo. En 1506, sin embargo, la obra fue encontrada durante unas excavaciones realizadas cerca de la Domus Aurea, en Roma.

Este hallazgo extraordinario cambió el arte de su tiempo. Pronto circularon grabados que llevaron la imagen de la composición a los talleres de todos los pintores, escultores o vidrieros de Europa. El papa Julio II la compró y los artistas acudieron al Vaticano para estudiarla. Uno de ellos fue un joven castellano (no tendría los veinte años cuando llegó a Italia) que hacía poco se había quedado huérfano y estaba lleno de talento. Se llamaba Alonso Berruguete y pronto formó parte del círculo de artistas protegidos por Miguel Ángel. Como al genio florentino, esta obra rescatada de las fauces de la tierra le influyó muchísimo. José Moreno Villa llegó a escribir: "Alonso Berruguete no es hijo de Pedro Berruguete, sino del Laocoonte".

No sé qué habría pensado el siempre mesurado, dulce y elegante Pedro del arte brutal e hiperexpresivo de su hijo Alonso, de las anatomías violentadas de sus figuras, de sus composiciones llenas de energía y tensión (y, a veces, de erotismo). Alonso regresó a Castilla convertido en un artista revolucionario. Seguramente fue el más original y desmesurado entre aquellas "águilas españolas" que pasaron por Italia y trajeron el Renacimiento a España (Diego de Siloe, Bartolomé Ordóñez, Pedro Machuca, todos maravillosos artistas).

El Museo Nacional de Escultura de Valladolid le ha dedicado una exposición, titulada precisamente Hijo de Laocoonte: Alonso Berruguete y la Antigüedad pagana, en la que se subraya el sustrato clásico de un genio que, en Castilla, tuvo que dedicarse a la imaginería religiosa, ya que la Iglesia era la principal promotora o destinataria de las obras artísticas. Muchas de las piezas pertenecen a la propia colección del museo, pero aquí se muestran en un contexto muy revelador, ideado por el comisario Manuel Arias, junto a fondos procedentes del Museo del Prado o la Galería de los Uffizi. Estará abierta hasta el 5 de noviembre y todos los amantes del arte deberían verla para disfrutar y aprender.

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