ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Morir de un balazo

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

En la primera vitrina del Museo de Burgos, donde se suelen exponer periódicamente las mejores obras artísticas y arqueológicas del museo, los visitantes se encontrarán estos días (y durante todo el verano) con una curiosa pieza de bienvenida: un cráneo reventado por un balazo.

Se trata de los restos de un soldado perteneciente al ejército aliado que, bajo las órdenes de Wellington, asedió el castillo de Burgos en 1812 con la intención de arrebatarlo al poder francés. Al Duque de Hierro se le recibió en la ciudad con carros triunfales (allí iban sendas señoritas vestidas de ninfas que representaban a España y a Inglaterra y portaban guirnaldas de laurel y olivo); también se cantaron himnos en los que se comparaba a Wellington con Fernán González, el Cid y Hernán Cortés y se le llamaba "invicto Marte". El estribillo decía: "Viva, viva, el isleño esforzado, / que ha sabido vencer al francés; / tú serás de este pueblo obsequiado, / y de España premiado después".

El poeta anónimo se precipitó con su entusiasmo, porque el general Dubreton defendió bravamente el castillo y, lo que en principio se presentaba como una operación sencilla para los aliados, resultó una catástrofe. Wellington tuvo un gran número de bajas y, tras un mes de intentos infructuosos de tomar la fortaleza, ordenó al ejército británico-portugués que se retirara. Lo hizo de forma tan precipitada que dejó abandonadas las piezas de artillería con las que había pretendido abatir las murallas.

La defensa del castillo de Burgos fue considerada una gesta por los franceses y por ello los nombres de la ciudad y de Dubreton figuran en el Arco de Triunfo de París, que conmemora las grandes victorias napoleónicas (en el caso de Burgos, su presencia también se debe a la batalla de Gamonal de 1808; Dubreton, por su parte, tuvo una brillante carrera posterior y, justo un año más tarde del asedio, participó en otra batalla decisiva, la de Hanau, en la actual Alemania). Por otro lado, cuando alguien quería amargarle el día a Wellington, le recordaba el nombre de Burgos. Aparte de guerrear por media Europa contra Napoleón, el Duque de Hierro desarrolló en su país una importante carrera política y se convirtió en el símbolo perdurable del conservadurismo más radical, hasta hacerse un personaje antipático para algunos de sus compatriotas. En 1896, casi medio siglo después de que falleciera el duque, sus adversarios políticos sustituyeron su nombre por el de "Burgos" en la calle que tenía dedicada en Greenwich (Londres), y allí sigue, en el nomenclátor vigente. Este aparente homenaje a la ciudad española en realidad es una afrenta al no tan invicto Marte.

La calavera de uno de sus soldados nos trae el recuerdo de aquellos terribles días de 1812. A partir del análisis de sus restos se sabe que era un veinteañero, seguramente de origen escocés (en el museo lo llaman cariñosamente "Mac") y que estaba desnutrido (pero no tanto como los soldados portugueses de Wellington, que al parecer pasaban verdadera hambre). Sus restos se descubrieron en una excavación arqueológica de 2007, al pie de las murallas, enterrados bajo un desplome de sillares, entre bombas, proyectiles y otros objetos.

La vitrina donde se exhiben sus restos es una perfecta vanitas, al estilo de las de Valdés Leal o Pereda. Allí se ven también algunas de las pertenencias de Mac o de sus compañeros: unas pinzas de aseo personal, balines, los pedernales para prender la mecha del fusil y una ficha de dominó (la cinco-blanca). Esto es: los símbolos de la milicia y la gloria castrense, de la belleza y los placeres del juego… Como toda vanitas, nos hace pensar en la fugacidad de la vida.

La colección del Museo de Burgos es una de las mejores de España. En ella hay piezas mucho más importantes, pero esta calavera del joven, flaco, bello (imaginémoslo así) y desafortunado Mac me conmueve especialmente.

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