ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

El truco del almendruco

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

Los almendros son magos. En invierno los vemos desnudos y desamparados en los campos, pero en cuanto nos distraemos parecen hacer revolotear una capa a su alrededor y se nos muestran radiantes con su traje de luces o, mejor, su uniforme blanquísimo de primera comunión, porque no hay árbol más inofensivo y delicado que el almendro (aunque su fruto a veces sea amargo, como el secreto de un niño).

Este prodigio anual de su floración como por sorpresa es, podríamos decir, su "truco del almendruco". Me encanta este pareado de aire infantil que suena como una rima de Gloria Fuertes. El propio árbol, con su belleza y su atolondramiento juveniles, parece una invención de la poeta madrileña, tan recordada este año en que habría llegado a centenaria.

A mí siempre me han gustado mucho estos arbolitos, que han acompañado mis paseos durante toda mi vida, pues allá donde he vivido siempre he tenido la suerte de tener almendros cerca. Pero quizá no se me habría ocurrido dedicarles estas líneas si no hubiera leído estos días, por casualidad, unos versos de José María Parreño que me han gustado mucho. Pertenecen a su libro Llanto bailable (editorial La Poesía, señor hidalgo, 2003) y dicen: "Hay almendros que son / sonrisa en ramas / cipreses como grietas de verdor / álamos atónitos / y letras de corteza // y hay árboles que han dado mango al hacha / con que los cortarán / para enseguida ser / brillo y calor / para ser luego / azul en el azul // de esta madera / yo".

De las letras que los enamorados graban en las cortezas de los árboles ya hablaron Garcilaso y Góngora, y recuerdo a estos poetas siempre que las veo en las choperas. Ahora, gracias a José María Parreño, ante cada almendro florido que me ha salido al paso he pensado que me estaba sonriendo la naturaleza. Si lo miramos así, el paisaje de nuestro país en estas fechas es realmente risueño, aunque me apena pensar cómo hay almendros que florecen sin apenas testigos, en esos pueblos de la España interior (la España vacía, como la denomina Sergio del Molino) casi deshabitados o abandonados del todo. La alegría de patio de colegio de los almendrales en las fincas no tiene más testigos que unas pocas personas, a menudo ya viejas. Pero la belleza de la naturaleza es así: un milagro secreto, un derroche de hermosura desinteresada.

En hebreo llaman al almendro šequed, que significa "madrugador" o "vigilante", porque es como el centinela de la primavera, el soldado de avanzada que anuncia el primero la llegada de la estación del amor y el resurgir de la vida. El propio Yahvé (según cuenta el profeta Jeremías) se comparó con un almendro porque está siempre despierto y atento (aunque no sé si risueño, en esto Yahvé salió favorecido en la comparación). También para los judíos la almendra es símbolo de lo oculto, del secreto. En nuestro  idioma decimos (o decíamos) "¡Ahí está la almendra!" cuando alguien descubre lo fundamental de cualquier cuestión que se esté discutiendo. Al fin y al cabo, "almendra" y "semilla" son sinónimos.

Álvaro Pombo también es muy sensible a la belleza de los frutales floridos en los poemas de su maravilloso libro Los enunciados protocolarios (Fundación José Manuel Lara, 2009), pero el poeta que quizá ha mirado con mayor ternura a los almendros ha sido José Jiménez Lozano, quien se asombra de la obstinación de estos árboles por florecer cuando todavía el invierno no ha terminado y pueden sufrir los latigazos del viento frío, que siega sus flores año tras año.

"El almendro en el páramo, relámpago / de luz entre las piedras".

De él son estos versos, de su libro Elogios y celebraciones (Pre-Textos, 2005), que suenan como un haiku trasplantado en Castilla y que podrían servir también para definir nuestras vidas: como los almendros, somos fugaces relámpagos de luz, expuestos al dolor y a la intemperie.

Ojalá sepamos también florecer y reír como ellos.

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