RAFAEL MATESANZ. FUNDADOR DE LA ORGANIZACIÓN NACIONAL DE TRASPLANTES
OPINIÓN

Conocer a mi donante

Una noticia procedente como casi siempre de USA refería como Anna Ricks, una mujer de Carolina del Norte que perdió a su hijo Greg el pasado año, tenía la ocasión de oír el latido del corazón donado tras el fallecimiento en el pecho de un paciente trasplantado, Greg Robbins. Las imágenes de la Sra. Ricks auscultando emocionada al Sr. Robbins y oyendo así el corazón de su hijo han dado la vuelta al mundo e inundado las redes sociales.

Con ello ha salido a la luz el viejo dilema de si los receptores de trasplantes pueden o deben saber quién fue su donante y contactar o no con los familiares del mismo. Dos culturas opuestas: la norteamericana sin problemas para que ello suceda y con frecuentes casos emotivos en los medios de comunicación, y la europea en general en que el conocimiento del donante de órganos, tejidos o médula, está legalmente prohibido y aunque no es excepcional que se produzca, no se puede o se debe difundir públicamente.

La ley que rige los principios de la donación y el trasplante en España data de 1979, luego desarrollada a lo largo de sus 38 años de vigencia por varios decretos que han ido regulando este importante tema. Es una buena ley que nadie ha planteado seriamente cambiar en todo este tiempo, y en ella se establece claramente la garantía del anonimato del donante. No conozco los entresijos que llevaron a tomar esta decisión porque la ONT echó a andar 10 años después, en 1989, tras la desidia administrativa de sucesivos gobiernos. Probablemente recogió la tradición de lo que ya se hacía en los hospitales españoles y la ley francesa de 1976 inspiró en gran medida la nuestra.

Tan entusiastas fueron los legisladores en este asunto o tan poco repasaron los textos finales que el principio del anonimato afecta tanto a la donación de persona fallecida como al donante vivo en general, con lo que tomada al pie de la letra (cosa que obviamente no se hace por mera reducción ad absurdum), prohibiría que alguien que donara un riñón, un fragmento de hígado o una médula a su hijo o su hermano le conociera y lo mismo entre cualquier tipo de donación entre vivos si exceptuamos el caso del “buen samaritano” en que por definición se dona a un desconocido o en la donación cruzada en que el riñón se intercambia con una pareja desconocida con el obligado control judicial del proceso.

En un caso tan mediático como éste, los españoles entrevistados declaran mayoritariamente que ellos también querrían conocer a su donante, y es lógico y humano que así sea. Sin embargo, mantener el anonimato no solo es un imperativo legal en la mayoría de los países, sino que yo diría que entra dentro del sentido común y hasta de la higiene mental. En los inicios de los trasplantes renales desde los sesenta a los ochenta en que los intercambios de órganos eran limitados, la familia del donante y las de los receptores con frecuencia se acababan encontrando en la sala de espera del mismo hospital.  No tenía sentido establecer controles seudopoliciales para evitar filtraciones, aunque es deber del médico no facilitarlas de ningún modo.

Al principio de los encuentros todo suele ir bien. La familia del donante encuentra un consuelo y las de los receptores están lógicamente agradecidas. Pero no es infrecuente, y tuve ocasión de comprobarlo en su día, que pasado algún tiempo estas relaciones se tornen viciadas, a veces con chantaje emocional o no tan emocional hasta convertirse en una pesadilla. Obviamente no tiene por qué ser siempre así, pero es curioso que en estas emotivas “historias americanas” nunca sepamos qué ocurre a largo plazo: son noticias sin seguimiento como tantas otras.

Igual que los otros pilares de nuestro modelo como el altruismo o la no discriminación dentro de un sistema público y universal, el anonimato ha funcionado a la perfección y no parece haber motivo alguno para cambiarlo. Aunque se pierdan historias emotivas.

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