El francés Pierre Bonnard (1867-1947) nunca fue fácil de situar en los estilos cerrados de algunas historias que entienden el arte con pretensión de exactitud matemática. Aunque convivió y se relacionó con impresionistas, simbolistas, fauvistas, surrealistas y cubistas, no entró de lleno en ninguno de estos círculos y sólo militó, sin demasiado énfasis, en el grupo de los nabis, aquellos pintores posimpresionistas que apostaban por el dominio del color por encima de la forma, estaban enamorados del japonismo y veneraban a Paul Gauguin.

Convencido de que era necesario ir más allá de la percepción sensorial —"nuestros sentidos nos engañan o son insuficientes, cuando se trata de análisis, observación y apreciación", decía— y, con la misma intensidad, de que "el arte de la pintura consiste en aclarar y oscurecer los tonos sin decorarlos", Bonnard dejó una obra amplia y muy personal a la que se pueden aplicar adjetivos no demasiado enfáticos: suave, enigmática, inesperada y sensual. Incluso se podría hablar de un cierto tono esquivo que huye con toda intención de la interpretación fácil.

Progresivamente más considerado a medida que pasa el tiempo, hablamos de un artista para quien el placer era consustancial a la práctica de la pintura y ésta, a su vez, no se podía entender sin relacionarla con la literatura, en especial con la poesía, la belleza exótica del mundo —fue un gran viajero que recorrió toda Europa y estaba fascinado con España—, la música, el teatro, la danza, la fotografía y la publicidad.

No es un capricho que el Museo d'Orsay de París titule una gran retrospectiva de Bonnard como Peindre l'Arcadie (Pintar la Arcadia): el deseo del artista era mostrar un mundo idealizado. Hasta el 19 de julio, la exposición recorre todas las etapas creativas del artista, desde sus inicios en la órbita de los nabis hasta la etapa final y de más éxito de su carrera, cuando los cuadros que llamaba decorativos fueron objeto de atención tras el espectacular éxito de varias exposiciones en los EE UU a finales de los años veinte.

Practicando el arte bajo múltiples formas Bonnard aplicó un agudo sentido de la luz y la atracción por los colores llamativos para crear una especie de utopía del Mediterráneo, que veía como un paraíso antiguo y reencontrado. Innovadoras vistas de interiores abiertos a un paisaje exterior radiante, yuxtaposiciones de escenas íntimas —sus mujeres bañándose o desnudas y dormidas— y jardines salvajes, asociaciones de visiones pastorales clásicas y fantasías contemporáneas son algunos del los temas que frecuentó.

Lo imprevisto, extraño e incluso fantasmagórico —como en el misterioso autorretrato Le Boxeur (El Boxeador, 1931)— aparecen también, añadiendo misterio a escenas ordinarias, en la obra de este incansable artista que fue también un gran amante de la fotografía —hizo muchas imágenes de tema lésbico que luego reutilizaba en los cuadros—, paneles que regala a los amigos para que los usaran como elementos decorativos y de vez en cuando firmó algún cartel publicitario.

La exposición del d'Orsay viajará a Madrid el próximo el otoño. La Fundación Mapfre de la capital de España la acogerá a partir del 10 de septiembre.