Crítica de 'La casa torcida': Una partida de 'Cluedo' en la gran pantalla al estilo de Agatha Christie

Escena de la película 'La casa torcida'.
Escena de la película 'La casa torcida'.
DeAPlaneta
Escena de la película 'La casa torcida'.

Un muerto –el adinerado Aristides Leónides–, una escena del crimen –su dormitorio–, un arma homicida –veneno suministrado como si fuera insulina– y una decena de sospechosos –la familia de la víctima– son las piezas que conforman La casa torcida, adaptación de la novela homónima de Agatha Christie y, como aquella, un juego para el espectador, que se une al detective Charles Hayward en la tarea de descubrir la identidad del asesino.

Con una gran mansión como escenario principal e incluso una niñera entre los personajes, el filme no podría parecerse más a una partida de Cluedo, el famoso juego de mesa que vio la luz a mediados del siglo XX, en plena moda de las novelas de misterio y con el éxito de Christie ya consolidado. Curiosamente, el vínculo es aún mayor, ya que tan to el Cluedo como La casa torcida vieron la luz en 1949.

La trama tiene el atractivo habitual de este tipo de historias, que se alimentan de la curiosidad creciente del espectador, que necesita saber quién es el culpable. Todos tienen un móvil y ninguno una buena coartada, así que el reto está servido. Aunque el desarrollo no es especialmente brillante y llega incluso a hacerse un poco lento hacia la mitad del metraje, tal vez por su puesta en escena algo teatral, posee los giros suficientes como para mantener (o, llegado el caso, recuperar) el interés por las maquinaciones de la familia Leónides. Mucha menos gracia tendrá, claro, para los que hayan leído el libro, puesto que la adaptación es muy fiel al mismo, incluso en las inesperadas e impactantes revelaciones finales.

El reparto también ayuda a darle color a la representación, con Max Irons como protagonista, Glenn Close en uno de los roles más agradecidos del filme, una fantástica Christina Hendricks como la joven segunda esposa del fallecido y Gillian Anderson en el más divertido, cómico y sobreactuado papel de todos.

También destaca la pequeña Honor Kneafsey, que asume la responsabilidad de dar vida a Josephine, un personaje con el que Christie, tras tres décadas de éxitos (Asesinato en el Orient Express, Muerte en el Nilo, Diez negritos...) añadía un elemento diferencial al ya muy manoseado estilo literario: la resabidilla niña se transforma aquí en un homólogo del espectador, un personaje que conoce a la perfección las normas del género (el sospechoso obvio nunca es el culpable, siempre hay un segundo asesinato...) y así se lo hace saber constantemente al protagonista en una especie de juego metalingüístico.

Quizás es precisamente el personaje principal, el detective, el que más flojea. Sin carisma (no es Hércules Poirot ni Miss Marple) ni una genialidad especialmente destacable, tampoco su historia de amor con la guapa Sophia está bien expuesta. Pero lo cierto es que no hace falta un héroe mejor para que el filme sea efectivo en lo que se propone, intrigar y entretener. Eso lo consigue, que ya es más que lo que logró, con mucho más presupuesto y publicidad, la versión más reciente de  Asesinato en el Orient Express.

El asunto es sencillo: ha habido un asesinato. ¿Habrá sido la Señora Blanco en la biblioteca con el candelabro? Una cosa es segura, no ha sido el mayordomo (no hay ninguno en esta historia). Las piezas están sobre el tablero, ¡que comience el juego!

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