JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

Libro, el más sagrado de los vínculos

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Cuando entro por primera vez en casa ajena aprovecho el primer alejamiento del anfitrión para escudriñar los libros, toda esa gente alojada en estanterías o cartonajes, esa multitud que brama gritos de tinta, que construye parques a martillazos y prisiones con material de jardinería, los escritores, ahogados de sí mismos, que conviven en la vivienda. Es mi primer retrato, anterior y más veraz que las palabras y las convenciones. Imagino que los libros han sido para esta persona a la que aún no conozco los paisajes que tal vez yo mismo he habitado.

En James Agee, capaz de buscar el silencio de los otros para manejar el propio silencio, encontré el periodismo de los desterrados. Enumerando, por ejemplo –a veces la literatura es simple y la complicidad absoluta–, las chanclas en el porche de la cabaña de los jornaleros: esas son de la niña, aquellas del niño, de la madre, del padre…

Malcolm Lowry, insoportable borracho, me llevó a la fiebre de los volcanes, el idioma que se habla tras la lengua, allá adentro, donde tartamudea el gusano que mancha las cavidades de muerte y sexo. Al atardecer de los suburbios y el átono rumor de los frigoríficos colmados de inútil alimento llegué con John Cheever, que escribió muchos libros amargos y solo uno feliz, pronosticándolo ("¡este será un libro feliz!"), lo que me hace pensar que advertía la cercanía de la derrota en un horizonte de piscinas infranqueables.

A otra tierra más blanca y también más bestial, me guiaron Peter Mathiessen, budista tras ser hombre, y Blaise Cendrars, un francés manco y seguramente insoportable. ¡Viajeros! Los frecuento para indemnizar mis déficits de héroes y tumbas: se venden unos a otros, benefactores en la militancia del mundo. Bruce Chatwin me guio en marcha atrás hacia Robert Byron y este hacia Richard Burton, tres señoritos de los burdeles secretos y los santuarios de pellejos.

Juan Rulfo y Cormac McCarthy, nocturnos, me enseñaron que las sombras azules de los caballos son la única salvaguarda cuando te persiguen las ánimas o la locura, quizá a lomos de una de esas monturas detestables. Porque lo maligno se escamotea en lo benigno, porque el napalm en la jungla quemó el pecho en 1914, lo supe por Michael Herr, y desde otra guerra –el primer Vietnam ocurrió en la educada Europa–, por Louis-Ferdinand Céline, todavía intragable a estas alturas de grosería universal por el pecado de contar chistes de judíos.

Robert Graves escribió para mí sobre la diosa de la niebla y los robles. Joseph Mitchell escudriñó los papeles de Joe Gould mientras yo observaba. El triste Kafka se desnudó del caparazón de insecto para bañarse a mi lado en un río centroeuropeo donde, con el tiempo, yo también moriré a causa de algún tipo de tuberculosis. Los aprendices de K. –Bernhard, Kis, Sebald, Handke, Cartarescu, Pessoa...– nos aplaudían desde la hierba que acababan de segar saludables cuadrillas de las juventudes hitlerianas que gobernarán estas tierras tarde o temprano.

Con Ballard, Bolaño, Borroughs, Stephen King y Philip K. Dick salí de farra por última vez, condenados a ver en alta definición los detalles interestelares y la podredumbre del inframundo. Nos acompañaron, silenciosos y cariacontecidos, Lovecraft, Bierce, Ligoti, Chambers, los góticos, la cofradía del terror primario que despiertan el calamar y sus camadas.

La palabra íntegra para las emociones partidas, entrevistas apenas en las rendijas de tantas y tantas puertas, me la dieron mis gringos: Highsmith, Hammett, Shepard, McCullers, O’Connor, Didion, Wollman y también, por supuesto, toda esa gente anterior que vino al mundo con una cámara de cine ensartada en los ojos: Melville, Conrad, Stevenson...

Borges, es estéril mencionarlo, me condujo a quienquiera que alguna vez soñara con ser Borges en algún despiadado futuro.

Cuando entro por primera vez en casa ajena, de no advertir libros a la vista y dado que ahora un almacén electrónico permite la quimera de transportar una biblioteca portátil en cualquier bolsillo, miro fijamente las pupilas del anfitrión. Si se expanden en mares de fiebre, si son ajenas a lo uniforme de un mundo que se ha convertido en instalación y en el que cualquier parte es un mismo lugar repetido, entiendo que estoy en la guarida de un hermano, un cómplice lector, un transeúnte, y que nos conecta el más sagrado de los vínculos: el papel manchado de letras.

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