El año 2018 será el año en el que la economía mundial habrá dejado olvidados todos los temores de una recuperación debilitada y de la fragilidad del crecimiento. Según las estimaciones del FMI para 2018, el crecimiento económico mundial será de un 3,7%, una cifra que no se veía desde el rebote mundial del año 2010. Pese a los anuncios realizados durante 2017, los tipos de interés permanecen bajos y la inflación se mantiene por debajo de objetivo, debido a que los precios de las materias primas permanecen relativamente bajos. El comercio internacional, tras años de titubeos, cerrará 2017 con un fuerte crecimiento –alrededor del 4,7% anual– y se espera que, aunque se modere en 2018, seguirá en una tendencia positiva y cercana al crecimiento global.

En otras palabras: la demanda mundial tirará fuerte del comercio internacional, los tipos de interés serán todavía bajos y las materias primas seguirán en niveles razonablemente bajos, con un euro que mantiene una posición estable con el dólar. Hacía casi una década que no vivíamos un contexto internacional tan favorable.

En Europa, la economía mantendrá su tendencia al crecimiento con cifras muy similares a las ofrecidas en 2017, entre el 2 y el 2,4% de crecimiento anual, con una eurozona que parece despertar de su letargo y que se acerca al crecimiento del conjunto del continente. Subsisten sombras como la situación de los balances bancarios en Italia o el ajuste permanente de la economía griega, pero, en condiciones normales, no parece que haya en el horizonte ningún nubarrón que pueda ensombrecer el momento que vive la economía europea y mundial.

En este contexto, España saldrá del procedimiento de déficit excesivo de la Unión Europea, tras años de permanecer bajo vigilancia, aunque la tasa de crecimiento estimado para la economía española se situará por debajo de los crecimientos de años anteriores, muy en sintonía con el crecimiento de la eurozona. Parece que hemos entrado en velocidad de crucero tras los años de la crisis y la aceleración que supuso la reactivación económica de 2014 a 2017. ¿Son todo buenas noticias?

No tanto: como sabe bien Joan Manuel Serrat, quien cantó aquello de «bienaventurados los que están en la cumbre porque será cuesta abajo el resto del camino», las previsiones de 2018 nos muestran que el momento de aceleración de la economía española se ha terminado: a partir de ahora, será más difícil ver grandes crecimientos del empleo, o fuertes reducciones de la pobreza o la desigualdad. Nuestro output gap, esto es, la diferencia entre nuestro crecimiento potencial y el crecimiento real, se ha reducido y a partir de ahora no podemos confiar en la reactivación para resolver la acuciante situación de desigualdad social y pobreza que sigue viviendo casi un tercio de la población. Seguir confiando en el ciclo económico sería un suicidio: es imperativo tomarse en serio una política económica que incida en la productividad y la igualdad como pilares para sostener un crecimiento más robusto en el medio y largo plazo. La productividad de la economía española necesita seguir cerrando su gap respecto a la Unión Europea, y necesita hacerlo, además, reduciendo la desigualdad. Esta agenda requiere de reformas institucionales de calado, mayor inversión en innovación y cualificación, y una reforma fiscal que sitúe los recursos sociales allí donde más falta hacen.

Poco parece indicar que avancemos en esa dirección: nuestra especialidad como país es aprovechar el viento de cola para ganar elecciones bajando impuestos y anunciando las bajadas del paro sin pararnos a mirar cuál es la calidad de los empleos creados. Las condiciones para promover un cambio en nuestra economía, para hacerla más justa y más productiva, no es que estén maduras, es que en poco tiempo comenzarán a pudrirse. No cometamos, de nuevo, los mismos errores.