OPINIÓN

Fíate de la gente que cierra las puertas

Màxim Huerta
Màxim Huerta
Máxim Huerta
Màxim Huerta

Yo tengo a los que cierran las puertas en un altar. Pero vamos, en un puritito santuario en el que pongo velas y aplausos. Fíate de la gente que cierra las puertas. Os lo digo. Fíate. De esos que cuando entran a la panadería la dejan entornadita, de los que hacen el esfuerzo por cerrarla cuando entran al bar o de los que la empujan al salir. Esa gente vale millones. Esa es la gente que vota bien. Esa es la gente que pone el intermitente. Esa es la gente que dice buenos días. Esa es la gente que no te echa el humo a la cara. Esa es la gente que se quita las gafas de sol para hablar. Esa es la gente que no tira el chicle al suelo, ni las pipas, ni las colillas… ¡ni escupe! Esa es la gente que no monta grupos de whatsapp eternos. Esa es la gente que cede el asiento. Esa es la gente que no grita. Esa es la gente que dice ‘por favor’ y ‘gracias’. Esa es la gente que no aparca en los sitios reservados para sillas de ruedas ni se cuela en la fila con artimañas de tunante. Esa es la gente que no sacude las migas del mantel por el patio de luces sin mirar si hay ropa tendida en el segundo. La gente que no hace ruido en el cine. La gente que pide la vez. La gente amable, ¿tan difícil es?

Creo que soy bastante claro.  Mi amiga Sol y yo nos hemos pasado la mañana currando en un café (sus temas y los míos), levantando la mirada cuando el aire tiraba los papeles y el biruji nos congelaba la espalda. La primera vez ha sido levantarnos una y otra vez. La segunda, una mirada de "que saquen los leones al coso y se los coman". La tercera ha sido un: "esa puerta, coño". La clásica ebullición de arrebato y fuego.

De alguna forma mis padres fueron insistentes con el asunto en mi niñez. Pura pedagogía. No quiero idealizar los setenta (no caigamos en la nostalgia) pero eran bien firmes. Si olvidaba el ‘buenos días’ cuando salía del bloque, mochila en ristre, y me cruzaba con algún vecino, recibía tal colleja de mi madre que me ardía la memoria y el cuello durante días. Mi padre, en cambio, te decía, frío como un témpano de hielo, "¿no tienes nada que decir?" enarcando las cejas de manera inquisitiva. Y entonces tú te echabas a lloriquear porque barruntabas el gélido discurso que vendría después, en casa. Buenos días, Consuelo. Buenos días, Paquita. Buenos días, Enilde. Buenos días, Francisco. Buenos días, tía Vicenta. Fue duro. Pero no tanto como la cara de asesina múltiple que se le pone a mi amiga Sol cada vez que alguien no cierra la puerta.

Oye, que la simpatía no está reñida con la educación, ni el respeto con la modernidad, ni la cortesía con la actualidad. Que se puede ser novísimo y educado, solidario y amable. Un poquito de civilidad, urbanidad y, ¡yo que sé!, empatía.  Me huele a que esto tiene mucho que ver con el último informe PISA sobre la enseñanza. Poquito interés en aprender y menos en disimular.

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